Texto sacado del libro "Del canto, por Reynaldo Hahn" por Melba González
Colección Traducciones, Ediciones Angria 1998.
Fundación Vicente Emilio Sojo
Reynaldo Hahn
Del Canto
I. Por qué cantamos
Señoras, señoritas, señores,
Al ver anunciadas estas charlas sobre el artes de canto, muchas personas han debido preguntarse en qué me estoy metiendo. Pues no soy ni cantante ni profesor de canto no fisiólogo; soy un compositor de música y sólo poseo una autoridad relativa para hablar de una arte tan complejo, tan arduo, que incluso las afirmaciones de los mismos especialistas que han pasado la vida tratando de profundizar en sus secretos, resultan con frecuencia bastante contradictorias. Soy consciente de la insuficiencia de mis luces, y me siento doblemente asustado ante esta sala llena. Por un instante me había halagado con la idea de que estas charlas se realizaran en la intimidad, con algunas personas muy cercanas, ante las cuales, sin miedo, sin temor alguno, hubiera podido, como lo hago cuando estoy entre amigos, entregarme a divagaciones azarosas, a elucubraciones informales, sin fin determinado, sentándome al piano para mostrar, mediante un ejemplo, lo que voy diciendo. Fue a raíz de una de esas conversaciones sin son ni ton en la que nos habíamos paseado por muchas cuestiones relativas al canto, cuando Madame Brisson me pidió que viniera aquí a decir ante ustedes algunas de estas cosas. Insistió, en forma tan encantadora, tan amigablemente perentoria, que terminé cediendo.
Aquí estoy, pues, dispuesto a dar la pelea contra los malos cantantes, contra los profesores incapaces cuyos crímenes quizás exagero. No obstante, a pesar de todas las armas de que me ha provisto, no les niego que estoy un poco nervioso, al ver frente a mí una afluencia considerable, rostros desconocidos- unos serios, otros más intimidantes aún, que sonríen... Y tengo miedo de que estos rostros me digan: « ¿Pero quién es usted para venir a criticar a aquellos que cantan, que enseñan en canto? ¿Piensa que basta susurrar algunas melodías de labios para afuera, en un espacio de ocho metro cuadrados, para sentirse con derecho a despotricar contra personas honestas, experimentadas y que saben mucho más que usted?»
Pueden estar seguros también de que durante las horas que vamos a estar juntos, trataré de evitar el tono que vamos a estar juntos, trataré de evitar el tono de superioridad doctoral, incluso para referirme a aquellas cosas de las cuales estoy absolutamente seguro. Con demasiada frecuencia de constatado, en materia de canto, la vanidad que se esconde tras las convicciones más profundas y la fragilidad de los razonamientos más rigurosos, como para valerme de ellos y pretender persuadirlos: lo que voy a decir, lo diré convencido de que puedo equivocarme y de que probablemente algún día cambie yo mismo de opinión.
Además, confiaré en mi instinto más que en mi pobre saber; mis palabras expresarán siempre ideas subjetivas y por lo tanto susceptibles de la más seria discusión. Debo también advertirles los siguiente: con mucha frecuencia me dará por cantar para hacerme entender mejor; quisiera que se convencieran de que no tengo la pretensión de ponerme como ejemplo. Cuando critique lo que me parece malo y enseguida lo cante no vayan a creer que estoy pensando que lo hago bien: no deben ver en mi demostración cantada sino indicaciones, ejemplos ejecutados por alguien que no es en absoluto cantante profesional, que jamás he ejercitado s voz que puede tener alguien que está envejeciendo, que habla mucho, es fumador empedernido y no observa ninguna regla de higiene vocal.
No pretenderé, pues jamás, mostrar cómo hay que proceder, sino más bien, insinuar, de manera aproximada, el resultado que se busca. y si fuese necesario indicarles con precisión tal o cual procedimiento, me sentiría tremendamente intimidado, pues siempre ha cantado por instinto y mis escasas nociones técnicas las adquirí analizando lo que he hecho y comparándolo con lo que hacen los otros; observando, hasta donde es posible, todo aquello que puede relacionarse con el canto, desde los sollozos de un niño has el grito de una vendedora de mercado; desde la articulación de las vocales en el agente de policía que me ordena que «circule», hasta as reflexiones de un ministro que habla en la tribuna de la Cámara.
En efecto, para quien se interesa en el canto nada puede resultar inútil en la que atañe a la emisión vocal y a las vibraciones en general: una mera palabra, un sonido, el más ínfimo ruido encierran una enseñanza, y uno de los más grandes reproches que yo hago a los cantantes es la falta de curiosidad en lo que concierne a su arte; el hecho que no anden atentos a todos aquellos elementos que les son instructivos. He tenido oportunidad de pasar largos ratos con el joven y ya ilustre compositor Stranvinsky, cuyo genio orquestal es prodigioso. Así atributos que debe reunir el canto (profundizaremos en esto cuando hablemos del bel canto). Sí, una bella voz, sometida al control de la voluntad, que haya adquirido o posea por naturaleza las condiciones que describiré más adelante, es ya algo maravilloso, incluso si se admite que el ingrediente intelectual es insuficiente o nulo. Lo que sucede, simplemente, es que eso no basta; puede procurar una impresión agradable, pero no tiene nada que ver con la verdadera belleza del canto.
Esa belleza, les repito, consiste en una unión perfecta, en una amalgama, en una aleación misteriosa de las voz cantada y de la voz hablada, mejor dicho de la melodía y de la palabra.
La melodía representa en el canto el elemento sobrenatural que da a la palabra ese algo más de intensidad, de fuerza, de delicadez, de poesía, de encanto o de misterio, por medios que escapan, al menos en parte, al análisis, y a cuyos encantos nos rendimos sin que podamos explicarlo.
La palabra, en cambio, cargada de sentimiento y de pensamiento, comunica a la melodía una significación, tiene una acción directa y precisa sobre el espíritu y el corazón. Si entre la palabra y la melodía hubiese una que tuviera que dominar, no se discute que sería la palabra. Así lo prescribe la sensatez, pero también el sentido artístico. Si Victor Cousin dijo: «La gran ley de las artes es la expresión», ¿Cómo no habría de ser también la expresión ley suprema de un arte que tiene como medios al verbo y a la voz?
Wagner increpa a la música en estos términos: « ¡Te hemos hecho tan bella sólo para someterte! No serás ni más ni menos que la esposa; y el verbo, tu señor eterno, reinará eternamente sobre ti» .
Como ven, no se trata de una colaboración en igualdad, sino más bien de una sumisión de la música a la palabra. Diderot formulaba ya la idea cuando escribía:
«Hay que considerar la declamación lírica como una línea y el canto como otra línea que ondularía sobre la primera. Entre más pura sea esta declamación, más efectivo será el canto que a ella se adapta, cortándola en innumerables puntos. Entre más fiel, más bello será ese canto»
Estaba yo imbuido en estas ideas cuando, siendo apenas un adolescente y estudiante de piano y de armonía en el conservatorio, me dio un día por inscribirme en un curso de canto. Me parecía, entonces, que los profesores insistían demasiado en la técnica, en el aspecto puramente vocal del canto, descuidando, dejando sistemáticamente de lado aquello que constituye el interés psicológico, pintoresco de este arte. Lo que sucedió fue que, por reacción, por rebeldía, con las actitudes extremas de la juventud- de la infancia debería decir más bien- terminé por dirigir toda mi atención hacia la otra parte del canto, la que se refiere a la expresión, a la significación. Y empecé a cantar de una manera que aunque no totalmente desprovista de interés, resultaba sin lugar a dudas antivocal.
Esto duró varios años. Estaba persuadido de que cantar bien era también cantar empellones, con realismo, dando un realce excesivo a la palabra, y sin ocuparse nunca de la economía sonora. Y que los que procedían de manera distinta, aquellos cuya voz era objeto permanente de control y de preocupación no eran «¡más que cantantes!». Yo empleaba este término con desdén. Pues bien, he cambiado. Evidentemente, sigo siendo enemigo del canto al que sólo preocupa el virtuosismo vocal; no puedo admitir que una voz, bella incluso y bien manejada, haga caso omiso del elemento intelectual o sentimental. Así, he terminado por considerar el canto no diría que como una materia palpable, pero sí plástica en la que los sonidos y las palabras tienen una importancia igual, complementándose uno a otro gracias a un trabajo trascendente, a la vez estético y mecánico, prestándose una ayuda perpetua y contribuyendo a un solo resultado.
Voy aún más lejos. No creo, en oposición a lo que muchos piensan, que se pueda «decir bien», lo que se llama decir bien, y cantar francamente mal; y alguien que cante bien pero diga mal no me interesa. Si su canto es bello simplemente por sí mismo, más vale que este artista se limite a emitir vocalizaciones en serie, sin pronunciar palabra; su canto no tiene el estatuto de una obra de arte. La palabra bien dicha, luego de haber sido bien pensada, coloca la voz de una manera natural, en donde debe estar, le confiere el color que debe tener en el momento preciso, y que de esta manera la mitad de la tarea se ha resuelto. Una vez inspirado, sugerido por la palabra, ese sonido se coloca alrededor de ella, le ayuda a su vez, exalta, afina o amplifica esa palabra que le ha dado la vida. La idea se sirve del sonido y el sonido es explicado, justificado por la idea. Un trabajo físico y psíquico, armonioso, perfectamente equilibrado.
Es esta concordancia, esta conexión discontinua lo que da interés al canto y forma una amalgama preciosa de innumerables moléculas abstractas y concretas, encajadas las unas en las otras.
He aquí mi idea del canto. Pero ya ven todo lo que ella implica de curioso y de difícil. Vamos a tratar de explicarlo, y si no logramos penetrar hasta el fondo del problema, por lo menos intentaremos zambullirnos en él y abordarlo con mirada atenta.
Me había propuesto elaborar algún plan para esta serie de conferencias. Lamento que me resulte tan difícil seguirlo, respetarlo. Intentémoslo aún. Y ya que para hoy he formulado la pregunta: ¿Por qué cantamos? tratemos pues de hallar la respuesta en la canción popular. Sin irnos muy lejos, pues no serviría de nada. Sabemos que el canto jugaba un gran rol en las civilizaciones antiguas, y sobre todo en Grecia; ustedes lo saben mejor que nadie puesto que han escuchado aquí mismo las elocuentes clases de M. Jean Richepin sobre la Hélade, sus leyendas divinas y su teatro. Sabemos incluso en qué ocasiones se recurría al canto: en ocasiones artísticas, cívicas, patrióticas. Deducimos que debió ser algo frecuente, imprescindible, en la vida campesina, que debía acompañar y hacer más gratos, según la expresión de Hesíodo, «los trabajos y los días».
Pero, ¿cómo cantaban los antiguos? Al respecto, no sabemos nada. Volveremos sobre esto, cuando hablemos de la historia de la enseñanza del canto. Limitémonos hoy a hablar del canto espontáneo, popular, y preguntémonos: ¿Por qué cantamos?
Cantamos por muchas razones. Porque el canto es el compañero fiel y dócil del solitario, el amigo que en el aislamiento, arrulla el corazón enfermo, calma la tristeza, sostiene en la espera, acompasa la labor. Viene o desaparece a merced de quien sufre, trabaja, tiene dificultades. Y cuando, por el contrario, uno tiene el corazón alegre, también es el amigo que participa de la alegría, que calma el júbilo sin segundas intenciones amargas. Por eso, como lo dijo Nietzche, la verdadera amistad consiste menos en compartir los dolores de aquellos a quienes uno ama, que en compartir sus alegrías.
En la filosofía del arte de Taine hay un bello capítulo sobre la canción popular. Allí se encuentra descrita la manera cómo se forma una canción popular, cómo nace en el alma y los labios del campesino. Reléanlo. Qué hace, por ejemplo, el «pobre labrador» aquél que Voltaire, en uno de esos escasos y bellos versos que dejó, llama:
¿Le labourreur ardent que court avant l'aurore?
¿Qué hace ese labrador cuando, solo en su surco, con su carretilla y sus bueyes, siente la necesidad de animar un poco su trabajo monótono, mecánico, de aligerar su esfuerzo, de procurarse compañía por sí mismo? ¿Hablará acaso?¿Con quién? ¿Con sus bueyes? Pero ya agotó todo lo que podía decirles. ¿Hablará entonces solo? ¡ pobre hombre! ¡Para ello tendría que pensar! ¿Pensar en qué, Dios mío? Todo lo que puede sugerirle como pensamiento su cerero primario, simple y gastado, su vida limitada, repetitiva y «cotidiana», ya lo ha machacado mentalmente montones de veces, entonces canta. Cantar una canción de faena. ¿Compuesta por quién? Por cualquier campesino de antaño que tenía problemas para alimentar a los hijos con su trabajo y que era poeta. Como poeta, simplemente expresó un día tristeza, y también sus escasos momentos de placer, en mitad del campo y contemplando el bello horizonte dorado, en versos mal rimado, pero de sabor fuerte y penetrante. Estos versos, en un principio, probablemente sólo los susurraba sin cantar. Pero pronto eso no le bastó y sintió la necesidad de insuflarles, en el aire fresco de la mañana, más fuerza, más vuelo, de «transportarlos», de enviarlos a las nubes, hasta los pájaros, a toda la naturaleza. Y entonces, ¿será que se puso a gritarlas? Para comenzar, el exceso de fatiga; luego para gritar fuertemente hubiera tenido que detenerse y parar el trabajo. Todo esto lo sentía sin saberlo y, por supuesto, se puso a cantar. Muy pronto se dio cuenta de que cantando acompañaba su pesado andar, daba nuevos bríos a su esfuerzo de todos los días. Y que cantando su melodía, la fue adaptando a sus movimientos, fue modificando, transformando, perfeccionando, se inspiró. Y la canción fue creada.
¡Pues bien!, esa canción, retomada por más y más labradores, acompañará el trabajo de los que vendrán. Y sin embargo, es la misma que nuestro pobre hombre canta en la mañana.
Pero, ¿Cómo la canta? Ese campesino no ha tomado clases de canto, ignora si coloca bien o mal la voz, si respira bien o mal; ignora que tenemos registros y timbres distintos. Canta ruda y abiertamente, tomando el aire e frecuentes respiraciones. Pero como en esa canción hay ornamentos, «grupos» que él no sabe cómo manejar, el campesino los atropella con un quiebre, que convirtiendo todo aquello en un couac. Pero incluso esos defectos de su canto le dan aún carácter; y si yo, en un momento dado, quisiera cantar también esa canción, debería tratar de imitarlo.
Esa canción de labrador data posiblemente del siglo XVII. Pero las que cantaban los labradores griegos, se habían originado de la misma manera y, quién sabe si, a lo largo de los siglos, no se trata acaso de la misma canción modificada, transformada hasta el infinito, la que escuchamos actualmente en Normandía o en Bretaña, en Auvernia o en el Limousin, y la misma que oían los antiguos pelasgos después de que Triptolemo hubo enseñado la agricultura a los habitantes de Eleusis.
Otra veces nace el canto vinculado al niño. El niño llora, se pone nervioso, no quiere dormir, hay que distraerlo, contarle una historia, espontáneamente, para que la escuche mejor. La madre, poeta en su función de madre que acaricia al hijo, arma sus frases como puede, y enseguida, para que rimen mejor, hace intervenir periódicamente algo así como un estribillo. Ella dice todo esto en una especie de melopea que se va precisando hasta hacerse canto. Y la canción que va aflorando de sus labios es, por ejemplo, aquella de las Trois princesses couchées sous un pommier... Voy a cantárselas, no como lo haría la dulce campesina que arrulla a su pequeño. La cantaré con bastante menos simpleza y les explicaré luego, por qué.
Acabo de cantarles esta canción de cuna (todo, en efecto, indica que se trata de una canción de cuna: el ritmo, la inflexión melódica del estribillo, el tono general) ¡Pues bien! les cantaré otra. Y ustedes van a ver que bastan unas cuantas notas y un timbre particular para transportarnos instantáneamente más allá de la tierra y de los mares hasta un país lejano, a un ambiente desconocido. Si entre ustedes hubiese alguno que haya asistido a mi conferencia de hace dos años sobre la música evocadora, recordaría ciertas cosas que les dije entonces. Pero si les canto ahora esta segunda canción de cuna ya no pretendo mostrarles de nuevo a la fuerza hechizadora de la música. Es para hacerles una pequeña demostración vocal; no olvidemos que todo esto no es más que un preámbulo y que si nos encontramos aquí es para hablar del canto.
Un pintor no trabaja su paleta de la misma forma si va a realizar un cuadro oscuro o un cuadro luminoso. Entendámonos. No soy tan ignorante en materia de pintura como para creer que en un cuadro sombrío sólo intervienen colores oscuros. Pueden estar seguros de que en un sonido claro a veces intervienen resonancias oscuras y que lo contrario también se da. Existe toda una cuestión de mezclas que quizás podamos estudiar más adelante. Pero lo cierto es que un pintor que va a pintar el interior de una cava tenuemente alumbrada por un farolito, tendrá menos chance de utilizar todos los transparentes, ligeros y brillantes que si se propusiera pintar un sol naciente sobre el mar. No solamente utilizará una paleta distinta sino que - si puedo expresarme de este modo- afinará su visión de manera distinta. Eliminará de su imaginación visual todo aquello que pueda oponerse al conjunto de colores que ha dispuesto para tal fin. Sin pensarlo incluso, solamente gracias a una operación instintiva de artista, predispondrá todo su ser físico y mental para visiones claras y oscuras. Por otra parte, su factura se resentirá de este estado en el que el artista se ha sumergido inconscientemente, por supuesto, pues a partir del momento en que la voluntad se manifiesta y entra en juego, se corre el riesgo de caer en la pedantería- escoge l atonalidad precisa para insuflar a una pieza el color necesario. Cada tono, ustedes lo saben, tiene se carácter especial. Combinadas, condensadas alrededor de una tonalidad primordial, las tonalidades diversas engendradas por ella terminan por emanar una impresión particular, y el músico verdaderamente artista sabe siempre con certeza por qué emplea tal tono o tal otro. Así como la hora de orquestar, el compositor no recurrirá al uso de un trombón para acompañar el canto de un pastor siciliano, ni a un tambor vasco para evocar una ceremonia fúnebre, el cantante debe no solamente adaptar la calidad de su voz a lo que canta, a lo que expresa, sino también adaptar su dicción. Tanto más cuanto que su voz, las palabra que pronuncia, deben estar impregnadas, saturadas de la idea que quiere comunicar: abertura de las vocales, la mayor o menor fuerza de las consonantes, la insistencia más o menos notoria sobre las nasales y las dentales, todo eso tiene su importancia, pero como quien no quiere la cosa. Son cosas que deben practicarse naturalmente, como se obedece un impulso interior e irresistible.
Hace un momento, cuando les cantaba la canción el labrador, se habría dado cuenta de que trataba de imitar la voz del campesino al aire libre, en pleno campo. En la siguiente canción, canté, Dios mío, como todo el mundo. Nos encontrábamos en nuestra casa, en Francia, en un paisaje familiar. Pero Ahora debo cambiar mi voz; la próxima será una canción griega que dice así:
«Duerme mi niña, duerme. Te daré la ciudad de Alejandría en azúcar, El Cairo en arroz y Constantinopla para que reines durante tres años».
¿De cuándo data esta canción? lo ignoro. Bourgault-Ducoudray la recopiló en Esmirna. Se trata de una canción profundamente evocadora; es imposible escucharla sin entrever, a través de un polvillo de oro, minaretes, cúpulas centellantes, todo un milagro oriental. Pero la impresión sería infinitamente menos viva si yo la cantara con una voz occidental. Si yo quiero, desde el primer compás, transportarlos hacia allá, debo cantarla como lo haría el príncipe o el poeta mendigo que la concibió. Por supuesto, me esmeraría en dar un valor preponderante a estas magníficas palabras: Alejandría, Constantinopla que, por sí mismas, son ya talismanes. No solamente será necesario que yo vea, sino que tenga ante los ojos todo lo que quiero mostrar en unos segundo. No será suficiente que me convierta en orienta, indolente, soñador, inmóvil- todo eso es parte del trabajo mental psíquico del canto-; también tendré que recurrir al medio material que me provee del mecanismo vocal para adoptar una voz de oriental. Tendré que bajar el velo del paladar con el fin de que el aire que sale de mis pulmones conduzca el sonido, no solamente a través de mi boca sino también de mi nariz, y que la resonancia se haga en las fosas nasales. Además, retraeré la lengua hacia el fondo de la garganta para dar a mi voz un cierto matiz gutural: esto en lo que se refiere al timbre. Ahora, vamos con el sonido propiamente dicho. Para comenzar, trataré de colocarlo hacia abajo, de acuerdo con la costumbre oriental. U luego, los oriental trilan siempre un poco y redondo; tiene más bien algo de tremolo. Procederé entonces por contradicciones leves y rápidas de la laringe para imprimir al sonido ese carácter especial; los pequeños grupos los ejecutaré con esa cierta brusquedad particular que le ponen los orientales y que casi lo hace cacarear en estas ornamentaciones. Además, me mantendré en un mismo registro, pues los orientales, a menos que sean cantantes expertos, no toman, en este sentido, precauciones que nosotros sí observamos, y con razón. Ellos empujan «empujan» en lo alto hasta los límites extremos del registro sobre el cual cantan. Por último, tendría cuidado, en la expiración final de cada sonido, de no dejar escapar la nota ni el aire; detendré la expiración mediante un empujón de la glotis.
Otra razón para cantar es el deseo de garantizar una duración, una persistencia a unas palabras. Por ejemplo, un tema de los más frecuentes en la canción popular es el de los adioses que se dedica un joven a su amada. ¿Por qué no se limita este hombre que desahoga sus sentimientos, a expresar en meras palabras su pesadumbre? Pues no; la canta. Lo que sucede es que la melodía se mantiene màs aferrada al recuerdo y las palabras encuentran en ella como una armadura contra la herrumbre del olvido, que va apareciendo lenta pero seguramente cada día, cada minuto, cada hora que pasa. Pronunciadas simplemente, estas palabras tan tiernas de despedida hubieran terminado por borrarse del recuerdo de aquella a quien iban dirigidas; pero la música les da ese poder de perdurar en el tiempo, les otorga un carácter indeleble y penetrante. He aquí, entonces, que para qué cantamos; para que nuestras palabras y nuestros pensamientos tengan una dimensión de eternidad. Asó como se graban inscripciones sobre piedra y el mármol, se graba también en la música. ¿No es prodigioso acaso que una materia tan impalpable como la música pueda servir de soporte a ideas, hacerlas persistir, vivir, actuar a través de los siglos?
¿Cómo han llegado hasta nosotros las grandes epopeyas antiguas, si no es por la voz de los aedas, de los rapsodas y luego del pueblo que retenía sus cantos? ¿ No hallamos en los lamentos de la edad media innumerables relatos de armas, genuinas crónicas de guerra, producto indiscutible de la improvisación de los soldados en campaña que se reunían en la tarde alrededor de una hoguera? Por ejemplo, la horrible historia del rey Renaud:
Le rio Renaud de guerre vint,
Tient ses entrailles dans sa main;
Se mère était sur les créneaux
Pour voir venir son fils Renaud.
Los soldados en campaña. He pronunciado estas palabras que me han hecho recordar una razón más para cantar. Nada mejor que el canto para que los soldados cansado recobren la energía y el temple. Durante las dos o tres primeras horas de caminata, en la mañana, después del reposo de la noche los soldados casi no cantan. Pero cuando ya tienen unos cuantos «Kilómetros entre pierna y pierna» comienza el canto. Tres o cuatro de entre ellos, al primer sentimiento de fatiga que torna más pesados el fusil y el morral, se ponen a canturrear. Otros unes enseguida sus voces, luego otros más y muy pronto la tropa entera canta a grito pelado. El paso se hace más lento, se regulariza, se acompasa, mientras la fatiga se atenúa, en la medida en que la atención se concentra en las palabras, distrae el espíritu. En efecto, las canciones de soldados tienen una cantidad infinita de estrofas que relatan una sucesión de episodios que, a su vez, conforman una historia. El asunto es estar pendiente para que no se altere el orden, y éste es el pequeño esfuerzo de atención que hace olvidar la fatiga. En realidad uno quisiera que las letras de esas canciones fueran un poco menos rudas de lo que son habitualmente-con excepciones, pues en ocasiones son encantadoras- ya que las melodías por lo general son muy agradables.
Recientemente durante un servicio militar que cumplí, me di cuenta de que muchas de las melodías que escuchaba cantar eran aires antiguos que se habían perpetuado a través de muchas generaciones de soldados. En el siglo XVII, las hay ciertamente deliciosas, con un ritmo de lo más ligero y a veces de lo más ingenioso. Observaba a los soldados mientras cantaban (Cuando uno ama el canto como yo, no desperdicia ninguna ocasión para instruirse) y percibía que la emisión de la voz era en casi todos buena. No obstante, es evidente que no todos tenían talento para el canto. En primer lugar, cantaban fuerte y, como ustedes bien saben, es mucho más fácil cantar a viva voz y sin matices que cantar suavemente, dándole color a la voz. En segundo lugar, la marcha impone al cuerpo un movimiento continuo que impide que los músculos se tensen, y aquellas, entre ustedes, señoritas, que cultivan el canto, saben que uno de los mayores enemigos de la buena emisión es la rigidez. Por último, el peso del morral cae sobre la espalda, empujándola hacia abajo y evita la contracción de las clavículas que es también un defecto funesto. Como verán, no he perdido el tiempo en el ejército.
Pero hay todavía otra razón para cantar, además de la necesidad de ayudarse en la marcha; la de apoyarse en el baile. ¡Cómo bailar en el campo, ya se trate de campesinos de la época más remota del mundo o de nuestro campesinos de hoy en día, es exactamente lo mismo! ¡cómo bailar con ritmo y alegría sin música! Y cuando nos encontramos lejos del pueblo, en momentos de esparcimiento en pleno campo, no siempre disponemos de un violín, una flauta o una cornamusa. Pero cantamos, y por una operación contraria a la que les describía hace un momento, son las palabras que, en boca de uno y otro vienen a dar vida al canto, a animarlo. Qué lindas rondas las que se arman, libres, alegres, despreocupadas, siguiendo los movimientos naturales del cuerpo, parecidas a aquellas de los jóvenes faunos y las ninfas ligeras. Danzas saltarinas o aladas que no tienen nada que ver con este titubeo ansioso y desapacible, esa danza de palmípedos intoxicados, ridícula y lúgubre que practicamos actualmente.
Los cantantes debería, una vez que han accedido a cierto grado de habilidad vocal, obligarse a cantar todos los días durante cierto tiempo, caminando luego bailando, algo que sea ritmado-comprometer mucho la voz, pero pronunciando las letras y de preferencia letras complicadas. De este modo se acostumbrarían a cantar con ritmo (algo que casi nunca hacen, y que es una verdadera plaga entre los cantantes), y también a traducir los diversos sentimientos expresados por las palabras, variando las inflexiones de la voz, acentuando de modo distinto las sílabas, según la necesidad, haciendo ciertos juegos de fisionomía y distribuyendo la respiración según las necesidades del texto sin alterar el movimiento de la música.
Pero viéndolo bien, es en el amor donde hallamos más razones para cantar. Es el amor el que ha dictado la mayor cantidad de cantos populares. El deseo, la espera, la alegría, la decepción, los celos, el pesar, la esperanza, el despecho, todos los sentimientos emanado del amor son igualmente inspiradores para el alma que experimenta la necesidad imperiosa de desahogarse. Pero como as palabras son muy secas, y sobre todo no abundan en hombres y mujeres de escasa cultura y de educación limitada, casi siempre los autores de las canciones populares (por lo mismo que tienen un alma elemental sienten con mayor intensidad y son más dados a manifestar sus sensaciones), como no loes bastan, pues, las palabras, entonces las cantan para comunicarles más fuerza y más sentimiento.
Mona , una de las canciones más poéticas de la Baja Bretaña, evoca a una muchacha sumida en el dolor del abandono por parte de aquél a quien ama y que ha olvidado. Se trata de una muchacha campesina. estamos muy cerca de la naturaleza. Que no se nos ocurra, si acaso sabemos cantar, dejarlo ver. Adoptemos el aire de cantar porque no podemos dejar de hacerlo, como si abriéramos nuestro corazón. Ustedes me dirán que no es Mona misma quien canta, sino una persona que la describe, llorando, «al pie de los sauces del río». es cierto. Pero esa persona que cuenta es como el equivalente del coro en el teatro griego. Se identifica profundamente con la heroína, siente y sufre con ella. Y como repito, nos hallamos en Plena Bretaña, se requiere que este recitante, este humilde rapsoda que hace de cantante se impregne de Bretaña, de esa tristeza de la landa, de todos esos efluvios de la altamar, de sus tufillos dulces y amargos. Y sobre todo, se requiere de una voz un tanto plana, en absoluto redonda ni vibrante, una voz ingenua y quejumbrosa, desprovista de picardía, una emanación doliente, saturada de melancolía, de prolongaciones un poco arrastradas, en la que se refleje la monótona y parsimoniosa existencia de este pueblo de pescadores y de mujeres de pescadores, resignadas a la pasividad de sus largas esperas.
Este carácter plano de la voz da a las palabras y a lo que ellas evocan una simplicidad opaca, equivalente a la que M. Cottet disemina sobre los personajes de sus cuadros bretones. En la cancioncilla que les voy a traer ahora: Ma douce Annette , hay un diálogo encantador, ingenuo tierno y dulce. Pero ustedes lo saben, los campesinos son tímidos, especialmente en el amor, y los campesinos bretones más que todos los demás. En este pequeño diálogo, en el que se escucha primero al joven y luego a la muchacha, no se deben hacer matices ni acentuar con ninguna intención tal o cual palabra. Ellos se hablan al oído, con la mirada baja. Su grupo recuerda un cuadro de u n primitivo. El le ha tomado la mano y se encuentra confundido por tal audacia. Recuerden cómo tiemblan y se ponen de torpes os marinos de os libros de Loti cuando tienen que hablar a su novia, a aquella «tan amada de su corazón» como dice una vieja canción. Todo debe ser motivo de inspiración cuando uno canta; es necesario, para expresarse como un pedante, que el canto esté lleno de referencias, que no salga de la laringe sino luego de haber pasado por el corazón, y sobre todo, por el cerebro, donde se aprovisiona de ideas, de pensamientos, de intenciones de los cuales el receptor no percibe sino residuo- pero cuya ausencia es advertida a partir del momento en que no se siente ni emocionado no encantado-.
Les decía hace un momento que yo no cantaría la canción de las Trois Jeunes princesses como lo haría la mujercita que la compuso. ¿cómo deben cantarse, entonces, las canciones populares? las gentes del campo -que las cantan a menudo con una bonita voz y una gran simplicidad- lo hacen siempre maquinalmente, como si cumplieran con un deber, una tarea, arrullando un niño, hilando, remendando, en el desempeño de un trabajo rústico, segando, recolectando, pelando legumbres, tejiendo cestas, etc. El canto toma entonces del ritmo manual o corporal, una cadencia regular, las palabras son pronunciadas de una manera uniforme, monótona. Si la canción trata de una historia que se desarrolla - amorosa, histórica o simplona-, el cantante no se preocupa por subrayar tal o cual detalle de la historia; canta naturalmente, como va saliendo, siempre con el mismo estilo y la misma entonación. Pero los objetos que la rodean comunican una gran poesía a esta especie de melopea. Alrededor del cantante se ven el cielo, los bosques, el valle o los objetos modestos que decoran la casa, una escenografía natural, triste o alegre, gris o multicolor propia del campo, de la vida. Su canto parece una emanación de la tierra y puede compararse con el canto de las cigarras o de los pájaros, con el chismorroteo de la chimenea. Sobre ese fondo variado que conforma una atmósfera por lo general noble y conmovedora, las palabra se destacan, sin matices, pera claras, y la canción adquiere todo su valor en la calma circundante. Entonces produce se efecto legendario, quejumbroso, sentimental o pintoresco, en la medida en que se produce en la atmósfera que la ha visto nacer.
No ocurre los mismo cuando cantamos una canción popular acompañándonos con el piano, en un salón, rodeados de muebles, o en una sala de concierto. En estas circunstancias hay que reemplazar, mediante el artificio, o si prefieren, mediante el arte, todo el complemento poético que representa para el campesino el conjunto de cosas de su medio ambiente. A veces se puede dar la ilusión imitando la voz del campesino en conjunto de cosas de su medio ambiente. Ambiente. A veces se puede dar la ilusión imitando la voz del campesino, adoptando en la interpretación esa voz no educada, monocorde, ya sea jubilosa o dolorida, y que no hace esfuerzo por modelarse, por asumir múltiples formas en función de la letra que enuncia.
Otras veces, en cambio, es necesario, por medio de la dicción, por interrupciones del tiempo, mediante aceleraciones sugeridas por el gusto o inspiradas por el sentimiento, dar a esa canción toda la poesía, todo talante, todo el movimiento que lleva en sí. Y si se trata de un drama o un idilio, no se debe ahorrar cierto dramatismo, empleado con mesura y discreción. No digo que siempre sea posible dar a la canción que se interpreta el cariz adecuado a su medio, a su momento y con la voz que en realidad se requiere, pero por lo menos se debe aspirar a ese efecto poético, a ese factor de emoción.
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