Estaba conversando con una amiga
en la plaza El Venezolano, cuando una señora se sentó frente a nosotras. Tenía
su ojo derecho mirando siempre al este y casi fuera de la órbita. El izquierdo,
también un poco brotado, seguía con
hambre la maniobra de la mano que con una cucharita de madera devoraba un
helado Tío Rico. Era gorda, setentona y sólo logré verle un diente en la parte
superior de sus encías. “Mírala, obsérvala” me dije, recordando el taller. Y la
vi ahí, sentada en la fuente de la plaza El Venezolano, meneando el pie
izquierdo que no llegaba al piso. Debía medir poco de estatura. Cuando se metía
la cuchara a la boca, se le salía un poco de helado por las comisuras y luego
por todas partes a medida que avanzaba el mastique que hacía su lengua contra
el paladar y el bamboleo de sus labios. Cuando masticaba reposaba la mano en el
vasito del helado y miraba a los lados, como recelosa y yo le veía las canas
alborotadas por la brisa y detenidas en la coronilla por un cintillo de
plástico marrón. Me vio mirándola y me “hice la loca”. Pero me agarró otra vez
en el acecho y aprovechó entonces para pedirme la sobra de torta que yo había
dejado media hora antes. Se la di. “Yo no tengo hijos y tengo hambre” dijo.
Primer choque. ¿Qué hago? ¿Qué hacemos? ¿Seguimos conversando? ¿Le prestamos
atención?. En una fracción de segundos me hice estas preguntas, creo que mi
amiga también, y decidimos sin decir nada escucharla. “No tengo hijos. Nunca
tuve. Y tengo hambre. Ni uno…. Estuve mucho tiempo en el
médico…Fui a la maternidad. Me vieron los médicos. Ahí me dijeron -No señora-, me dijo el médico, -usted no va a por tener
hijos, su matriz no se le desarrolló. Tiene la matriz de una niña-. Este helado
me lo compró una muchacha…joven…porque yo tengo hambre.
Entre cada oración ella masticaba
y nos miraba y miraba el plato, y nos detallaba y veía el vasito que antes
tenía café y migajas de torta iban a dar al bulto de su barriga dejando una
estela en su pecho cubierto por una franela de coton licra verde lavado viejo. Ella
se limpiaba como quien sabe que debe hacerlo. Yo veía sus manos inflexibles
pero ágiles con el tenedor, su falda de florecitas a la altura de las
pantorrillas varicosas. Ya se me había
aguado el guarapo con lo poco y lo mucho que dijo. Entonces, además de
observarla a ella, comencé a observar las reacciones de mi cuerpo. La
incomodidad ¿Dónde se aloja? ¿Qué músculos se tensa? ¿Cómo es mi respiración
con un nudo en la garganta? ¿Qué hago cuando quiero evitar el llanto? ¿Cómo me
modificó con mi amiga?
La señora siguió. “Yo no conocí a
mi hijos”.
Sentí como si un guante de boxeo
me hubiese dado en la cara. Tuve muchas ganas de llorar, de salir corriendo, de
no escucharla más. Sí, sí… duele enfrentarse al dolor aunque sea ajeno. “Yo no
tuve hijos. Mi esposo si tuvo. Muchos, pero yo no”. Y ahí me acordé de los
subtextos, de lo que está por debajo… del imaginario de quien escucha, en este
caso del mío. La imaginé joven, queriendo tener un hijo, siendo engañada por el
marido con una o con varias mujeres o quizá alentando al marido para que la
engañe con una o varias mujeres (en este caso no sería engaño) sintiéndose culpable de no parir, hasta
aliviada porque él si los tuviera, llorando por las noches añorando peso en su
vientre infantil, alegrándose con los hijos de otras; yendo a médicos, brujos,
chamanes, curanderos, para que le arreglen esa parte de su cuerpo que añora ser
grande; me acordé de Yerma y me alegré de tener aunque sea una puta referencia
en donde ubicar a esta señora que me decía que no conoció a sus hijos, como si
sus hijos estuvieran en algún lugar al que ella no puede acceder o ellos no
pueden acceder. Conocí su deseo frustrado por la antagónica naturaleza. Y saqué
varios spot, para alumbrar su drama, sus defectos, su dolor. Su necesidad de
ser mamá.